Reconocimiento

Es de ley reconocer la autoría de la escultura que consta como imagen de cabecera de este blog: Se trata de la obra "Mujer en la pira" de la artista Kiki Smith.

Rafael Henche

ILUSO


Una pareja de novios tras mucho tiempo de relación.  Un día en la  cama, después de hacer el amor, un amor normal, ella le dice “no sé por qué te empeñas en  llamarme Manuela, si mi nombre es Nadia; llevas siete años diciéndome Manuela pero me llamo  Nadia”

Él no entiende lo que le quiere decir;  considera que está bromeando y no la cree, pero ella insiste en decir que su nombre es Nadia, tanto insiste que cuando la insistencia de ella traspasa lo que cree razonable y en su cabeza se cruza la sospecha, al principio mínima, de que tal vez esté diciendo la verdad, le pregunta:

-Y por qué no me lo has dicho antes. 

-Porque en verdad a mí me da igual como tú me llames, por eso no te he dicho nada.

- ¡Ah!

- Y te voy a decir otra cosa- prosigue Manuela, digo Nadia-: no vuelvas a decir que soy de Zaragoza porque no soy de Zaragoza, soy de San Petersburgo.

Él considera, otra vez, que está de guasa y no la quiere creer, pero ella se lo repite machaconamente hasta que él comienza a admitir que tal vez tenga razón, entonces le pregunta:

-Y por qué no me  has dicho antes que eres rusa.

-Porque a mí me da igual que creas que soy de un lugar o de otro.

-¿Y el acento?, no tienes acento.


-Claro que tengo acento, todo el mundo me  dice que tengo acento, el único que no
 se ha dado cuenta eres tú. 

-¿Y por que no me lo has dicho?

- Porque a mí me da igual lo que pienses de mi acento.

-¿Y el aspecto? ¿cómo vas a ser rusa si eres morena y con los ojos negros?, tu imagen es completamente mediterránea.

-¿Que parezco mediterránea?, tú estas loco; soy alta, de piel blanquísima, con una melena lacia y  rubia casi platino, tengo los pómulos prominentes y mis ojos son como el cielo, ¿de dónde has sacado que parezco mediterránea? Además, todo el que me  conoce en cuanto me echa el ojo me lo dice ¿tú eres rusa, no?

-Perdona pero yo te veo morena, con los ojos negros y de aspecto latino como Penélope Cruz.

-Pues ya ves que no.

-Y si veías que yo te llamaba morenaza por qué no me desengañabas.

- Porque a mí me da igual que creas que soy una morenaza  de ojos negros.

Entonces él le dijo:

-Bueno, al menos será verdad que eres auxiliar administrativo y trabajas en una oficina de Bankia, ¿no?

-Tú alucinas, yo de oficinista no tengo nada, mi oficio es el más viejo del mundo después del de guardián de paraíso.

-Y esta  casa ¿no es nuestro nidito de amor?

-Qué nidito, ni nidito, esto es el club “Las chicas de Ipanema”


FIN







HOMENAJE


Estoy tendido en la cama en medio de una habitación con las paredes blancas. Mi cuerpo yace cansado y mi cabeza se encuentra apoyada sobre dos almohadones desde donde puedo ver cómo me rodean varias personas, hombres y mujeres jóvenes que me miran con ojos expectantes. Algunos de ellos no pueden aguantar las lágrimas. Siento que alguien me toma de la mano. De tanto en tanto una voz se acerca a mi oído y me dice “papá, te quiero”. Estas muestras de afecto me infunden toda la alegría que mi estado me permite sentir. Pero me faltan las fuerzas, noto que se acerca el final, poco a poco me abandona la lucidez. Las imágenes que me circundan se van diluyendo y en su lugar comienzo a atisbar otras diferentes.

Estoy en una playa. Hace un esplendoroso día azul. El sol, único rey en el cielo, arranca esquirlas de plata a las crestas de las olas. Un grupo de jóvenes, como un bando de gaviotas, de repente sale corriendo hacia el mar: las chicas apenas tapadas con bikinis de colores, los chicos luciendo músculos en sus torsos que brillan. Un griterío estridente se levanta cuando alcanzamos el agua que nos sorprende con su frescor. Jugamos. La pelota va y viene golpeada inmisericordemente por ágiles manos. Me pongo a nadar. Me alejo un poco. De pronto un mareo hace girar mi cabeza en un torbellino. La vista se me nubla.

Veo la habitación blanca, la cama, mi cuerpo exánime, mi cabeza cana que apenas se eleva un poco por encima de las almohadas, los jóvenes que me rodean. Siento una mano que agarra la mía. De tanto en tanto alguien se acerca a mi oído y me dice “papá, te quiero”. Me han puesto una máscara en la cara. El aire fresco me hace bien en el rostro. Intento decir algo pero me faltan las fuerzas. Vuelvo a desfallecer. El cuarto desaparece.

De nuevo se ilumina la claridad de la playa. Estoy tendido boca arriba en la arena. Me rodean mis amigos jóvenes algunos de los cuales lloran y se tapan la cara de espanto. Noto que alguien me golpea el pecho y que me soplan aire en la boca. Un gusto salado me irrita la garganta y los pulmones. No puedo respirar. Me encuentro cada vez más débil. Intento recobrar el sueño del cuarto blanco, la cama, el anciano tendido, figuras que están cada vez más lejos y soy incapaz de recuperar. Desfallezco. Oigo voces a mi alrededor que dicen que no se me nota el pulso, que he estado mucho tiempo debajo del agua antes de que me sacaran, que no vale la pena seguir intentándolo. No tengo fuerzas para abrir los párpados y menos para hablar y entonces comprendo que me estoy muriendo, que me he ahogado, que me habría gustado morir de viejo rodeado por mis hijos tendido en una cama de una habitación blanca.
Queremos tanto a Julio


Margarita y los nueve enanitos

Margarita era muy mona, muy sensual, muy cálida. Los orgasmos de Margarita eran famosos en todo el patio y al arrullo de sus baladas nocturnas se amaban las parejas y se acariciaban l@s solitari@s. Todos y todas la envidiaban y la deseaban y cuando bajaba por la escalera y salía a la calle deslizándose naturalmente como una pantera, la rutina diaria se olvidaba y se llevaba prendidas en su talle todas las miradas. Un mal día, Margarita, tan afortunada para todo, tuvo la mala fortuna de sufrir un accidente doméstico: trajinando en la cocina se rebanó un dedo, el cual, aunque llegó entero junto con su dueña al mejor hospital de la ciudad, no pudo ser reinjertado. Apenas estuvo tres días Margarita muy triste en la casa de salud y la gente que acudía a visitarla le decía: Margarita no estés triste, si tienes nueve más. Al fin dieron el alta a Margarita que regresó nostálgica a su casa. Los días fueron pasando, y las noches, y a medida que éstas trascurrían los vecinos iban echando algo de menos, y Margarita también, porque no fue hasta llegar la noche y entrar de nuevo en su cama que comprendió que no sólo había perdido un dedo sino a su amante, porque tras intentarlo con todos los otros nueve se dio cuenta de que no era lo mismo, de que no sabía igual, era mucho menos gustoso, y entonces estalló en un grito desgarrador que casi se pudo oír en tres manzanas a la redonda; ¡¿por qué tú y no cualquiera de los otros nueve?!

Dedicado a mi amigo Bocanegra

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