Allá en la guardería, Faustino contempló la agresión más brutal que nunca
antes viera. En un descuido de las cuidadoras, Fernandito dio a Nin un bocado
en el brazo y se puso a reír con cara de inocente. Y mientras Nin gritaba, Faustino,
asustado, se acercó para consolarlo y le dio un beso. En ese momento la
señorita Emilia separó violentamente a los dos niños y regañó, desquiciada, al
inocente Faustino, sin permitirle acercarse nunca más a su amigo. Desde ese
día, cada vez que un pequeño incidente soliviantaba la frágil tranquilidad de
la guardería, nadie se preocupaba en buscar al causante de la agresión, allí
estaba Faustino, con cara de inocente. Y es que, según sus cuidadoras, era un
niño retorcido y sin sangre, siempre dispuesto al mal.
Su fama siguió el curso del agua que del manantial pasa
al arroyo. Y así, en el colegio, no había caída en el patio, alevosa agresión,
hurto o infracción disciplinaria en los que no se encontraran las piernas, los
puños, las manos o la voz de Faustino. Sus compañeros aprovechaban la impunidad
de un culpable que soportaba estoico la crueldad de unos castigos que no debía
sufrir, para, alevosamente, ensañarse con bromas de mal gusto, sabiendo, que no
les iban a causar daño alguno. Y así se fue creando una coraza de indiferencia
hacia los demás, un sentimiento de que sus compañeros no le incumbían, de que
el mundo le resultaba ajeno.
En la lectura encontró su más elevada complacencia. Lejos
de risas, de voces y carreras, tan propias de su edad, Faustino se instaló en
el castillo de su soledad y armado con los libros emprendió las más nobles
aventuras: estuvo en otros países, observó a gente de otros tiempos, tuvo
amigos de otros mundos… Así hasta que, por la poesía, llegó al amor. Un amor
presentido, en un principio, que fue tomando cuerpo, hasta doler por dentro, en
la sonrisa y en las furtivas miradas de Ana, una chica de su clase, que lo
trataba con una mezcla de asentimiento y rechazo.
En el último curso del instituto fue dejando atrás la
indolencia con que se había venido comportando. Un desconocido impulso interior
lo empujó a defender sus principios con vehemencia, a mostrar sus saberes
acumulados durante aquellos años en los que había vivido tan sólo para sí y a
compartir con los demás sus sentimientos, a mostrarles que sufría con sus
afrentas y que gozaba con sus alabanzas, con su consideración y con su afecto como
el que más. Hasta que, por fin, en el tercer trimestre de aquel curso sus compañeros
lo consideraron uno más en el grupo para siempre.
Por eso, un sábado a finales de junio, cuando aparecieron
los cuerpos atrozmente acuchillados de Ana y del chico con el que había
empezado a salir, no ocurrió como había sucedido a lo largo de su vida, esta
vez, nadie en la clase se atrevió a sugerir que aquel crimen hubiera podido ser
obra de Faustino.