Reconocimiento

Es de ley reconocer la autoría de la escultura que consta como imagen de cabecera de este blog: Se trata de la obra "Mujer en la pira" de la artista Kiki Smith.

jueves, 31 de enero de 2013

Eterno culpable



         Allá en la guardería, Faustino contempló la agresión más brutal que nunca antes viera. En un descuido de las cuidadoras, Fernandito dio a Nin un bocado en el brazo y se puso a reír con cara de inocente. Y mientras Nin gritaba, Faustino, asustado, se acercó para consolarlo y le dio un beso. En ese momento la señorita Emilia separó violentamente a los dos niños y regañó, desquiciada, al inocente Faustino, sin permitirle acercarse nunca más a su amigo. Desde ese día, cada vez que un pequeño incidente soliviantaba la frágil tranquilidad de la guardería, nadie se preocupaba en buscar al causante de la agresión, allí estaba Faustino, con cara de inocente. Y es que, según sus cuidadoras, era un niño retorcido y sin sangre, siempre dispuesto al mal.
Su fama siguió el curso del agua que del manantial pasa al arroyo. Y así, en el colegio, no había caída en el patio, alevosa agresión, hurto o infracción disciplinaria en los que no se encontraran las piernas, los puños, las manos o la voz de Faustino. Sus compañeros aprovechaban la impunidad de un culpable que soportaba estoico la crueldad de unos castigos que no debía sufrir, para, alevosamente, ensañarse con bromas de mal gusto, sabiendo, que no les iban a causar daño alguno. Y así se fue creando una coraza de indiferencia hacia los demás, un sentimiento de que sus compañeros no le incumbían, de que el mundo le resultaba ajeno.
En la lectura encontró su más elevada complacencia. Lejos de risas, de voces y carreras, tan propias de su edad, Faustino se instaló en el castillo de su soledad y armado con los libros emprendió las más nobles aventuras: estuvo en otros países, observó a gente de otros tiempos, tuvo amigos de otros mundos… Así hasta que, por la poesía, llegó al amor. Un amor presentido, en un principio, que fue tomando cuerpo, hasta doler por dentro, en la sonrisa y en las furtivas miradas de Ana, una chica de su clase, que lo trataba con una mezcla de asentimiento y rechazo.
En el último curso del instituto fue dejando atrás la indolencia con que se había venido comportando. Un desconocido impulso interior lo empujó a defender sus principios con vehemencia, a mostrar sus saberes acumulados durante aquellos años en los que había vivido tan sólo para sí y a compartir con los demás sus sentimientos, a mostrarles que sufría con sus afrentas y que gozaba con sus alabanzas, con su consideración y con su afecto como el que más. Hasta que, por fin, en el tercer trimestre de aquel curso sus compañeros lo consideraron uno más en el grupo para siempre.
Por eso, un sábado a finales de junio, cuando aparecieron los cuerpos atrozmente acuchillados de Ana y del chico con el que había empezado a salir, no ocurrió como había sucedido a lo largo de su vida, esta vez, nadie en la clase se atrevió a sugerir que aquel crimen hubiera podido ser obra de Faustino.

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