Metidos de lleno como estamos los "piráfulos" en la confección de una novela, "trabajo fin de curso" de nuestro taller literario, no he podido resistir la tentación de añadir al blog esta carta de García Márquez, en la que vuelca sus impresiones personales no sólo sobre, por aquella época, su incipiente novela y que llegaría a ser su obra cumbre, Cien años de soledad, sino sobre el proceso creativo de una novela y la importancia de una disciplina de hierro a la hora de abordarla.
Carta de Gabo a Plinio
22 de julio de 1967
Compadre:
Me ha dado una gran alegría lo
que me dices del capítulo de Cien años de soledad. Por eso lo publiqué. Cuando
regresé de Colombia y leí lo que llevaba escrito, tuve de pronto la
desmoralizante impresión de estar metido en una aventura que lo mismo podría ser
afortunada que catastrófica. Para saber cómo lo veían otros ojos, le mandé
entonces el capítulo a Guillermo Cano, y convoqué aquí a la gente más exigente,
experta y franca, y les leí otro. El resultado fue formidable, sobre todo
porque el capítulo leído era el más peligroso: la subida al cielo en cuerpo y
alma de Remedios Buendía. Ya con estos indicios de que no andaba descarrilado,
seguí adelante. Ya les puse punto final a los originales, pero me queda por
delante un mes de trabajo duro con la mecanógrafa, que está perdida en un
fárrago de notas marginales, anexos en el revés de la cuartilla, remiendos con
cinta pegante, diálogos en esparadrapo, y llamadas de atención en todos los
colores para que no se enrede en cuatro abigarradas generaciones de José Arcadios
y Aurelianos.
Mi principal problema no era solo
mantener el nivel del primer capítulo, sino subirlo todavía más en el final,
cosa que creo haber conseguido, pues la propia novela me fue enseñando a
escribirla en el camino. Otro problema era el tono: había que contar las
barbaridades de las abuelas, con sus arcaísmos, localismos, circunloquios e
idiotismos, pero también con su lirismo natural y espontáneo y su patética
seriedad de documento histórico. Mi antiguo y frustrado deseo de escribir un
larguísimo poema de la vida cotidiana, “la novela donde ocurriera todo”, de que
tanto te hablé, está a punto de cumplirse. Ojalá no me haya equivocado.
Estoy tratando de contestar con
estos párrafos, y sin ninguna modestia, a tu pregunta de cómo armo mis mamotretos.
En realidad, Cien años de soledad fue la primera novela que traté de escribir,
a los 17 años, y con el título de La casa, y que abandoné al poco tiempo porque
me quedaba demasiado grande. Desde entonces no dejé de pensar en ella, de
tratar de verla mentalmente, de buscar la forma más eficaz de contarla, y puedo
decirte que el primer párrafo no tiene una coma más ni una coma menos que el
primer párrafo escrito hace veinte años. Saco de todo esto la conclusión que
cuando uno tiene un asunto que lo persigue, se le va armando solo en la cabeza
durante mucho tiempo, y el día que revienta hay que sentarse a la máquina, o se
corre el riesgo de ahorcar a la esposa.
Lo más difícil es el primer párrafo. Pero antes de intentarlo, hay que conocer la historia
tan bien como si fuera una novela que ya uno hubiera leído, y que es capaz de
sintetizar en una cuartilla. No se me haría raro que se durara un año en el
primer párrafo, y tres meses en el resto, porque el arranque te da a ti mismo
la totalidad del tono, del estilo, y hasta de la posibilidad de calcular la
longitud exacta del libro. Para el resto del trabajo no tengo que decirte nada,
porque ya Hemingway lo dijo en los consejos más útiles que he recibido en mi
vida: corta siempre hoy cuando sepas cómo vas a seguir mañana, no solo porque
esto te permite seguir mañana, no solo porque eso te permite seguir pensando
toda la noche en el principio del día siguiente, sino porque los atracones
matinales son desmoralizadores, tóxicos y exasperantes, y parecen inventados por
el diablo para que uno se arrepienta de lo que está haciendo. En cambio, los
numerosos atracones que uno se encuentra a lo largo del camino, y que dan
deseos de suicidarse, son algo así como ganarse la lotería sin comprar billete,
porque obligan a profundizar en lo que se está haciendo, a buscar nuevos
caminos, a examinar otra vez todo el conjunto, y casi siempre salen de ellos
las mejores cosas del libro.
Lo que me dices de “mi disciplina de hierro” es
un cumplido inmerecido. La verdad es que la disciplina te la da el propio tema.
Si lo que estás haciendo te importa de veras, si crees en él, si estás
convencido de que es una buena historia, no hay nada que te interese más en el
mundo y te sientas a escribir porque es lo único que quieres hacer, aunque te
esté esperando Sofía Loren. Para mí, esta es la clave definitiva para saber qué
es lo que estoy haciendo: si me da flojera sentarme a escribir, es mejor
olvidarse de eso y esperar a que aparezca una historia mejor. Así he tirado a
la basura muchas cosas empezadas, inclusive casi 300 páginas de la novela del
dictador, que ahora voy a empezar a escribir por otro lado, completa, y que
estoy seguro de sacarla bien.
Yo creo que tú debes escribir la
historia de las tías de Toca y todas las demás verdades que conoces. Por una
parte, pensando en política, el deber revolucionario de un escritor es escribir
bien. Por otra, la única posibilidad que se tiene de escribir bien es escribir
las cosas que se han visto. Tengo muchos años de verte atorado con tus
historias ajenas, pero entonces no sabía qué era lo que te pasaba, entre otras
cosas porque yo andaba un poco en las mismas. Yo tenía atragantada esta
historia donde las esteras vuelan, los muertos resucitan, los curas levitan
tomando tazas de chocolate, las bobas suben al cielo en cuerpo y alma, los
maricas se bañan en albercas de champaña, las muchachas aseguran a sus novios
amarrándolos con un dogal de seda como si fueran perritos, y mil barbaridades
más de esas que constituyen el verdadero mundo donde tú y yo nos criamos, y que
es el único que conocemos, pero no podía contarlas, simplemente porque la
literatura positiva, el arte comprometido, la novela como fusil para tumbar
gobiernos, es una especie de aplanadora de tractor que no levanta una pluma a
un centímetro del suelo. Y para colmo de vainas, ¡qué vaina!, tampoco tumba
ningún gobierno. Lo único que permite subir una señora en cuerpo y alma es la
buena poesía, que es precisamente el recurso del que disponían tus tías de Toca
para hacerte creer, con una seriedad así de grande, que a tus hermanitas las
traían las cigüeñas de París.
Yo creo por todo esto que mi
primera tentativa acertada fue La hojarasca, y mi primera novela, Cien años de
soledad. Entre las dos, el tiempo se me fue en encontrar un idioma que no era
el nuestro, un idioma prestado, para tratar de conmover con la suerte de los
desvalidos, o llamar la atención sobre la chambonería de los curas, y otras
cosas que son verdaderas, pero que sinceramente no me interesan para mi
literatura. No es completamente casual que cinco o seis escritores de distintos
países latinoamericanos nos encontremos de pronto, ahora, escribiendo en cierto
modo tomos separados de una misma novela, liberados de cinturones de castidad,
de corsés doctrinarios, y atrapando al vuelo las verdades que nos andaban
rondando, y a las cuales les teníamos miedo; por una parte, porque nos
regañaban los camaradas, y por otra parte, porque los Gallegos, los Rivera, los
Icaza, las habían manoseado mal y las habían malgastado y prostituido. Esas verdades,
a las cuales vamos a entrar ahora de frente, y tú también, son el
sentimentalismo, la truculencia, el melodramatismo, las supersticiones, la
mojigatería, la retórica delirante, pero también la buena poesía y el sentido
del humor que constituyen nuestra vida de todos los días.
Un gran abrazo,
Gabo
(Carta que García Márquez envió
a su
amigo Plinio Apuleyo Mendoza, incluída en el
libro ‘Gabo. Cartas y recuerdos’.)
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