Aquella
noche escribí con fruición. Bajo la compañía aromática de mi
máquina de café, finalicé un extenso manuscrito. Después de haber
saboreado algunos expresos,
me
recreé en la lectura del escrito hasta el punto que me sorprendí de
tanta abundancia desplegada. Leí y releí tantas veces el texto
buscando su excelencia que lo abandoné sobre la mesa y me fui
cavilando a la ducha. Regresé con otras intenciones y empecé a
reescribir el cuento. Al rato, logré reducirlo a la mitad de su
extensión sin que mermara su sentido. Lo volví a reescribir y lo
acorté a la mitad de la mitad sin que perdiera nada de intensidad. Y
otra vez a la mitad de lo anterior. La trama se condensaba y el
manuscrito no languidecía. Y así continué una y otra vez hasta
alcanzar una elipsis total.
Cuando contemplé mi obra, todavía susurraban las
voces anteriores, pero ¿ y las palabras? Nada; sólo un folio en
blanco se sostenía entre mis manos. Entonces me retiré a la cama
convencido de que la historia se había ensimismado.
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