Estoy
tendido en la cama en medio de una habitación con las paredes
blancas. Mi cuerpo yace cansado y mi cabeza se encuentra apoyada
sobre dos almohadones desde donde puedo ver cómo me rodean varias
personas, hombres y mujeres jóvenes que me miran con ojos
expectantes. Algunos de ellos no pueden aguantar las lágrimas.
Siento que alguien me toma de la mano. De tanto en tanto una voz se
acerca a mi oído y me dice “papá, te quiero”. Estas muestras de
afecto me infunden toda la alegría que mi estado me permite sentir.
Pero me faltan las fuerzas, noto que se acerca el final, poco a poco
me abandona la lucidez. Las imágenes que me circundan se van
diluyendo y en su lugar comienzo a atisbar otras diferentes.
Estoy en una
playa. Hace un esplendoroso día azul. El sol, único rey en el
cielo, arranca esquirlas de plata a las crestas de las olas. Un grupo
de jóvenes, como un bando de gaviotas, de repente sale corriendo
hacia el mar: las chicas apenas tapadas con bikinis de colores, los
chicos luciendo músculos en sus torsos que brillan. Un griterío
estridente se levanta cuando alcanzamos el agua que nos sorprende con
su frescor. Jugamos. La pelota va y viene golpeada inmisericordemente
por ágiles manos. Me pongo a nadar. Me alejo un poco. De pronto un
mareo hace girar mi cabeza en un torbellino. La vista se me nubla.
Veo la
habitación blanca, la cama, mi cuerpo exánime, mi cabeza cana que
apenas se eleva un poco por encima de las almohadas, los jóvenes que
me rodean. Siento una mano que agarra la mía. De tanto en tanto
alguien se acerca a mi oído y me dice “papá, te quiero”. Me han
puesto una máscara en la cara. El aire fresco me hace bien en el
rostro. Intento decir algo pero me faltan las fuerzas. Vuelvo a
desfallecer. El cuarto desaparece.
De nuevo se
ilumina la claridad de la playa. Estoy tendido boca arriba en la
arena. Me rodean mis amigos jóvenes algunos de los cuales lloran y
se tapan la cara de espanto. Noto que alguien me golpea el pecho y
que me soplan aire en la boca. Un gusto salado me irrita la garganta
y los pulmones. No puedo respirar. Me encuentro cada vez más débil.
Intento recobrar el sueño del cuarto blanco, la cama, el anciano
tendido, figuras que están cada vez más lejos y soy incapaz de
recuperar. Desfallezco. Oigo voces a mi alrededor que dicen que no se
me nota el pulso, que he estado mucho tiempo debajo del agua antes de
que me sacaran, que no vale la pena seguir intentándolo. No tengo
fuerzas para abrir los párpados y menos para hablar y entonces
comprendo que me estoy muriendo, que me he ahogado, que me habría
gustado morir de viejo rodeado por mis hijos tendido en una cama de
una habitación blanca.
Queremos
tanto a Julio
Es curioso, Rafael, hace ya algún tiempo escribí un relato similar , si bien en otro entorno y circunstancias. Me ha gustado.
ResponderEliminarUn abrazo